3. Fundamentos pragmáticos del chiste


El chiste remite, generalmente, a un saber compartido y reconocido por los comunicantes sobre el mundo que se inserta en el interior del propio discurso. Se instaura así entre ambos (emisor y destinatario, singular o colectivo) una especie de acuerdo-cooperación sobre
a) el tipo de discurso que se establece y utiliza,
b) el mundo de que se habla, y
c) el mundo en que se habla.
De este modo, la coherencia semántico-textual y estructural del chiste pone siempre de relieve un determinado conjunto de presuposiciones y un conjunto de conclusiones que se pueden inferir de éstas: el significado "literal" es sólo una parte de lo comunicado, y el sentido realizado no siempre (en realidad, pocas veces) coincide con el significado emitido. Se produce ante el chiste una espontánea adecuación contextual entre texto, emisor y receptor(es) que permite, más allá de la simple comprensión del mensaje, una cierta "comunión" o complicidad afectiva ante él. De este modo, podemos sorprendernos a nosotros mismos riéndonos de nuestros más arraigados tabúes o principios, de los disparates más insospechados y hasta de manifiestas crueldades, presentados ante nosotros, mediante el recurso de la ficción, con el único objetivo de provocar nuestra hilaridad.
De hecho, el desconocimiento de cualquiera de las condiciones mencionadas podría impedir el éxito del acto comunicativo. Así, cuando se cuenta, por ejemplo, el siguiente chiste:
* ¿Cómo salvarías a una mujer que fuera violada por cinco negros? ...Dice... Echándoles un balón de baloncesto...,
la comunicación podría verse frustrada y reducida al absurdo (lo cual no suele ocurrir en estas circunstancias, al menos entre hablantes del mismo idioma o hijos de la misma cultura):
a) si llegara a pensarse que se está proponiendo formalmente al interlocutor un medio para salvar a una mujer (el chiste no especifica si negra o blanca) de una posible violación: desconocimiento del tipo de discurso que se ha utilizado;
b) si se ignora la gran afición de los negros por este deporte, su destreza en él y el prestigio internacional que ésta les ha granjeado (cualquier niño español sabe que los más cotizados jugadores de la NBA(21) son negros): tal desconocimiento del mundo de que se habla restaría al chiste toda su gracia y tornaría en lógicamente incomprensible el empleo de una simple pelota de baloncesto como arma arrojadiza contra violadores;
c) o/y si el destinatario desconoce que un chiste de estas características, en España, en modo alguno implicaría que quien lo dice resta frívolamente importancia a la violación femenina o es él mismo racista (porque el chiste, sin duda, lo es) y considera a los (hombres) negros agresivos y violentos, por un lado, y pueriles y estúpidos, por otro: tal desconocimiento del mundo en que se habla provocaría en el receptor un rechazo o una adhesión al juicio implícito en la proferencia que serían, en todo caso, inadecuados.
En efecto, el chiste se presenta generalmente como un puro juego social de ingenio (realizado por medios lingüísticos o gráficos), un "juicio desinteresado" —en palabras de Fischer(22)—, que divierte a quien lo transmite y pretende divertir (o, como diría Freud, provocar el placer del humorismo) a aquel a quien va destinado. Es, pues, ante todo, un mensaje lúdico, cuya actualización (como tal juego) "se distingue por el ejercicio de una actividad: a) gratuita, sin finalidades segundas; b) libremente, sin coacción, aunque no sin ajustarse a reglas, y c) como algo fuera de los usos habituales, algo que se entienda como licencia o escape"(23). La actividad lúdica es, pues, libre, superflua, desinteresada; se agota en sí misma, posee sus propias reglas, su propio espacio y su propio tiempo; no es o no se considera amenazante, le interesan más los medios que los fines y constituye fuente de placer. El chiste es, creemos, ejemplo muy representativo de este tipo de actividad, que se desarrolla normalmente (no en el caso del juego del bebé, p.e.) con finalidad cómica.
Su grado de aceptabilidad pragmática (adecuación contextual del acto comunicativo) y su correcta interpretación están —como hemos visto— directamente vinculados con el conocimiento de esa otra información adicional, implícita, que se superpone a la información lingüística o gráficamente codificada y que actúa, a su vez, como contexto común a ella.
En general, el destinatario identifica inmediatamente y sin dificultad el universo de discurso en el que la emisión, en un momento dado, se inserta: ese sistema universal de significaciones al que pertenece todo discurso (con un papel equivalente al de los "géneros" en que se inscriben los mensajes literarios), que, por un lado, determina su validez y su sentido y, por otro, crea expectativas en el receptor y le proporciona datos que le ayudan a interpretarlo. Gracias a ello, no se parte del sobreentendido (usual en los actos normales de comunicación) que supone que el emisor está, en la medida de lo posible, conforme con lo transmitido; bien al contrario: ante el chiste (al menos por lo que respecta al chiste oral), el receptor se limita a suponer que el emisor está de acuerdo sólo con decirlo (actividad lúdica) y no necesariamente con lo dicho (con el contenido frívolo y racista, en nuestro ejemplo).
A este conocimiento implícito del "universo de discurso" en que se inserta el chiste, habría que añadir el conocimiento y la experiencia que poseen los comunicantes, así como el contexto inmediato en que se halla inmersa la información y, sobre todo, el acervo de creencias que, durante su interacción comunicativa, comparten los co-participantes; pues todo ello, que constituye el llamado universo pragmático del discurso, es también determinante de su valor, su sentido y su éxito: la hilaridad del receptor.
Todo esto no quiere decir, claro está, que esté libre de connotaciones sociales (y psicológicas) ni que todo chiste haya de ser, por necesidad, del género "inocente", al menos en la medida en que "cada comunidad, raza o tribu, presenta rasgos caracterológicos distintos, también su sentido del humor responde a esquemas mentales diferentes" (Pastor Petit, 1969, p. 11) y en que —como afirma Freud— "cada chiste exige su público especial, y el reír de los mismos chistes prueba una amplia coincidencia psíquica" (1967, pp. 892-893). De ahí que con frecuencia distingamos diferentes tipos de humor según la idiosincrasia de los pueblos; decimos, por ejemplo, que en España, el humor mediterráneo es más sensual, el de los aragoneses más vital, más irónico el de los gallegos, etc. De hecho, éste mismo de nuestro ejemplo perdería probablemente toda esa inocencia que le he atribuido en España si fuera contado en Sudáfrica: es evidente que no todos nos reímos de las mismas cosas ni intentamos hacer reír con los mismos motivos, y el dato no deja de ser significativo (de ahí la necesidad de conocer, como decíamos, el mundo en que se habla).
Freud distingue entre el chiste inocente o abstracto, que es "el que tiene en sí mismo su fin, y no se halla al servicio de intención determinada alguna" (el que está destinado —dice en otro lugar— a robustecer el pensamiento), y el que "se pone al servicio de tal intención, convirtiéndose en tendencioso" (que puede ser, fundamentalmente, de tres tipos: obsceno, agresivo u hostil, y cínico)(24). Y aunque estamos, en principio, de acuerdo con él en que "sólo aquellos chistes que poseen una tendencia corren el peligro de tropezar con personas para las que sea desagradable escucharlos" (p. 862), creemos que es preciso matizar estas afirmaciones, al menos en lo relativo al chiste oral (y en lo que nosotros entendemos por "chiste", que no coincide, como ya hemos advertido, con el concepto de Freud).
Además de con los condicionamientos puramente sociales, hay que contar también con los obstáculos puntuales que puedan interponerse entre emisor y receptor en su acto concreto de comunicación. El chiste que nos ha servido de ejemplo ("¿Cómo salvarías a una mujer...?") no presentaba inicialmente más intención que la puramente lúdica de obligar (aunque de forma inusual, inesperada) a la asociación "negros-ases del baloncesto"; su sentido se hubiera realizado igualmente completo si la persona atacada fuera hombre en vez de mujer, o si la agresión fuera atraco o simple ataque no especificado en vez de "violación", o si presentara a los "cinco negros" ineludiblemente concentrados en cualquier otra actividad no agresiva. Sin embargo, y precisamente por ello, este chiste se encuentra tan lejos de ser "tendencioso" (en el lugar y momento en que fue contado) como de "robustecer el pensamiento" si éste no es "robusto" ya de antemano (en cuyo caso la "gracia" resultaría incomprensible).
A primera vista, el chiste, "juicio desinteresado" y "generador del contraste cómico" según Fischer, necesita un planteamiento en el que se identifique de forma inmediata a sus "cinco negros" en un papel caracterizador que permita comprender su abandono de una actividad en la que concentran todo su interés por otra "instintivamente" más atractiva aún para ellos: en este sentido, la ficción del chiste parece adecuadamente planteada y desarrollada. Nos hemos reído con ella, espontáneamente, sin pensar en su posible "racismo" ni en la violencia de la agresión (tan claramente percibida en la lectura). Y lo hemos hecho las mismas personas a las que no nos haría maldita la gracia un chiste así si se lo oyéramos contar a alguien que de antemano no nos cae bien porque lo consideramos racista, o que nos horrorizaríamos si supiéramos que se está contando ante alguien que ha pasado por la traumática experiencia de una violación.
De este modo, "el contexto puede sugerir implicaciones significativas a través de la experiencia" (Lamíquiz, 1969, p. 31); por acción de las posibles connotaciones sociales y/o psicológicas, que implicarían afectivamente a cualquiera de los comunicantes en lo dicho, un chiste inicialmente no tendencioso (ni obsceno ni hostil ni cínico) se convierte en "desagradable". Y en este caso, el que hemos descrito como un mecanismo puramente intelectual (el humor) choca con una carga afectiva (negativa) tan poderosa, que contrarresta la experiencia lúdica del chiste y puede incluso dar lugar a efectos contrarios a los perseguidos.
Escribo esto cuando periódicos e informativos audiovisuales destacan en sus titulares intranquilizadores brotes de racismo (sobre todo de "antigitanismo") y xenofobia en nuestra sociedad. No se trata aquí de enjuiciar nuestro comportamiento ético. Cuando argumento que un chiste como éste de nuestro ejemplo es "racista", pero esto no implica hoy por hoy en España que quien lo cuenta lo sea también, no hago más que intentar deslindar en él sus posibles connotaciones sociales y psicológicas de su función lúdica, la predominante en todo chiste. Hasta qué punto sean realmente deslindables es ya otro cantar. Estoy utilizando en último término, en estas justificaciones, el punto de vista de alguien que no es ni de raza negra ni de raza gitana. Probablemente, si perteneciera a alguna de estas minorías étnicas, no me reiría con un chiste así, incluso si no viera en el otro "tendenciosidad" en el hecho de contarlo (¿o sí me reiría?). Quizá dentro de algún tiempo, sensibilizados de verdad los españoles (como sociedad) ante la marginación gitana en nuestro país, ninguno de nosotros se atreva a contar chistes de gitanos (o de negros, o de judíos...) sin temor (o deseo) de resultar "tendencioso". Porque sabríamos entonces que sólo unos pocos disfrutarían de este tipo de chistes: aquellos que, implicados ideológicamente en la misma intención que el narrador, se adhieran al juicio (o prejuicio) transmitido por éste en el chiste. Seguramente por eso el chiste que, con Freud, hemos llamado "tendencioso" no abunda (al menos en el terreno de lo oral; habría que matizar esta afirmación en el terreno de lo escrito y de lo gráfico): porque lo normal (y lo mejor aceptado socialmente) es que el chiste tenga "en sí mismo su fin" y no se halle al servicio de intención determinada alguna que trascienda su voluntad cómica.
Todo es, en fin, en el terreno de la convivencia social, más complicado de lo que a primera vista puede parecer; y el chiste no es una excepción. En realidad, el que lo consideremos fundamentalmente como juego social responde sobre todo al carácter en general intrascendente del chiste. Pensamos, como Fernando Lázaro Carreter, que el humor, y particularmente el humor lúdico (y el chiste),
se complace en la transgresión de lo racional sin propósito de cambiarlo; sólo se sale de las casillas por el gusto de estar fuera un rato. Remueve los asientos de la razón o del hábito en que nos sentimos confortables, sin propósito de quebrarles la pata. Aquella transgresión ocasional no cuestiona lo transgredido. Es una actividad intransitiva. (1988, p. 41)
"Si [el humor] fuese serio, influyente, determinante..., sencillamente perdería su libertad, su inventiva, su capacidad... Desaparecería" (Máximo(25)); sólo excepcionalmente, y casi siempre en medios gráficos y periodísticos (chiste gráfico de actualidad), presenta voluntad crítica o aleccionadora(26). Entre los orales, he documentado hasta ahora sólo uno, presentado previamente por su emisor como "chiste filosófico con moraleja":
* Bueno, pues esto es un ratón que... está siendo perseguido por un gato... Va corriendo por la selva, se encuentra con un elefante. Y dice al elefante: "Oye, escóndeme, ayúdame, haz lo que sea, pero que viene el gato detrás". Dice el elefante, dice: "Vale, ponte detrás". Se pone detrás del elefante, le suelta una cagada..., pero de la cagada sobresale el rabo del ratón. Al ratito llega el gato:
—Oye, ¿has visto un ratón que corría por aquí?
—No, no he visto nada...
Empieza el gato a dar vueltas..., ve la cagada detrás... y el rabo que sobresale... El gato no se lo piensa, se tira en plancha... ¡zas!: se lo come. Moraleja: primera) Se te pueden cagar encima con buena intención... [risas]; segunda) Te pueden sacar de la mierda con mala intención.... [risas]; tercera) Si estás hundido en la mierda, procura esconder el rabo [risas].
Pero incluso en casos como éste, salvo excepciones, ni las moralejas ni la intencionalidad comprometen directamente a los participantes: están, más bien, al servicio del impulso lúdico de este tipo de actos y del "ingenio" que los caracteriza(27).
Y es que quizá, mejor que de chiste inocente y tendencioso, convendría hablar —como hace Iván Tubau (1987, p. 99) respecto del humor gráfico— de humor puro y de humor crítico: "El humor puro sería el que toma como base la 'invención' humorística desvinculada (absoluta o parcialmente) de la observación de la realidad; el humor crítico sería el que constituye en mayor o menor medida una radiografía subjetiva e intencionada de la vida del país (o del mundo)". Sin desdeñar, naturalmente, la clasificación popular que les atribuye simbólicamente color: chiste blanco, chiste verde, chiste (de humor) negro, chiste marrón. Ni esa otra más moralista (y, por ello, también menos defendible) que distingue entre chiste púdico e impúdico. Ni aquella que los divide intuitivamente en chistes buenos y chistes malos, negando la evidencia: que, en realidad, generalmente "los chistes malos no son malos como tales chistes; esto es, no son incapaces de producir placer"(28). Ni cualquiera otra que pudiera añadir el lector, tan parcial, intuitiva e interesante como las mencionadas.
En último término, los criterios que determinan si lo que ofrece un chiste (o un humorista) se juzgará como bueno, malo o indiferente, serán siempre en parte una cuestión de preferencia personal e histórico-social, y dependerán en gran medida del estilo y de la técnica del que lo cuenta (algo mucho más evidente en el humorismo profesional que en el popular).

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